lunes, octubre 11, 2004

De sesenta pesos y del Wall Mart

Una de las noches de agosto me desperté exaltada en mitad de la noche… ¡fue horrible!, el ruido estrepitoso de un cristal haciéndose añicos dentro de mi departamento me arrancó brutalmente de los brazos de Morfeo, me levanté de un solo salto de la cama.

Nunca he sido de las que se despiertan lúcidas y concientes del mundo, para nada, yo soy más bien del grupo que no puede abrir bien los ojos, la cabeza le pesa, el cuerpo se vuelve torpe, la voz grave y en ocasiones ni siquiera sabe una en donde está o que es lo que está pasando, tal cual brinque fuera de la cama con el corazón en los ojos; recuerdo que lo primero que pensé fue en ¿quién habría sido el idiota que me atacaba, quién sería el infame lanza piedras que había destrozado uno de los cristales de mis numerosas ventanas…?

Torpe, furiosa y alterada busque la ventana mancillada… pero a pesar de mi poca lucidez me di cuenta que mis ventanas estaban intactas; mi cuarto estaba bien, la sala igual y el cuarto de huéspedes estaba completo también… así que en mi casa no había muerto ninguna ventana… sólo quedaban como responsables de tal estruendo los vecinos y sus también numerosas ventanas… ¿qué demonios hacen los vecinos con sus cristales a las tres de la mañana? ¡Qué jodienda! Y que susto del demonio me sacaron los malditos vecinos…

Furibunda me entregue de nuevo a Morfeo y por la mañana, a una hora más que prudente, cuando la cabeza ya no pesa tanto, la voz no es tan grave y las extremidades no están tan afligidas me levanté de la cama par ir al baño; me sorprendió enormemente verme de distintos tamaños regada por el piso de mi blanco recinto, mi fabuloso espejo de sesenta pesos del Wall Mart estaba hecho trizas en el piso…

Parece que después de tanto despotricar los vecinos no hicieron nada… aquí la única que se rompió fui yo… un poco de vergüenza, una escoba y un recogedor y yo desaparezco del piso. Por economía, por olvido o por simple y llana evasión el espejo del baño no ha vuelto, en su lugar sólo quedan cuatro de los pegotes blancos que según el empaque asegurarían el perfecto sostén de mi imagen en el muro, pegotes que obvia y ruidosamente fueron desmentidos a las tres de la mañana.

Hasta ayer pensaba que el espejo no tenía relevancia, total, tengo uno muy grande junto a mi cama, que más da el del baño, seguro las visitas lo extrañaran cuando intenten acicalarse en su vista a mi recinto, pero que más da… sólo será un momento, ¿yo? Yo tengo el otro de cuerpo entero para cuando lo necesite, realmente no necesito el que sólo me permite verme a los ojos.
Así ha pasado más de un mes, un mes sin querer verme a la cara, más de un mes sin aceptar la idea de que las cosas no estaban bien, de que vivir con una misma no es tan fácil; quererse y respetase no es “enchilame otra” y entenderse ni se diga… tuve que hacerme añicos en el baño para mirarme de todos tamaños y desde todas las perspectivas.

Fue necesario más de un mes para recordarme que me hacía falta una acicaladita viéndome a la cara, una miradita a los ojos; quién iba a decir que era necesario mi estrepitoso rompimiento en una noche de agosto para que un mes después por fin me escuchara, ¿quién iba decir que el espejito de sesenta pesos del Wall Mart iba a hablarme de mi a gritos y sin titubeos?

P.d... Recuerda no confiar en todo lo que dicen los empaques y sobre todo nunca te ignores cuando te veas en el piso...

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