viernes, septiembre 22, 2006

Recuerdos homónimos

Te quiero más que a la sal, dijiste.
Yo no entendí nada, hasta que recordé…



De niña me encantaba un centro comercial que en una de sus entradas tenía un acuario. No recuerdo el interior de la tienda, pero tampoco importa; lo esencial estaba en una pecera que daba hacia la calle.

Entonces mi cabeza no se alejaba más de un metro del suelo. La longitud de los cristales me superaba por mucho y los litros de agua salada eran, ante mis ojos, un océano en miniatura donde las plantas se movían cadenciosas entre las burbujas de los filtros, los caracoles se iluminaban con la luz de neón y los peces irrumpían estridentes la quietud de los caballitos de mar.


Podía quedarme el día entero mirándolos, preguntándome cuales eran los machos y cuales las hembras, imaginando que parejas tendrían crías y de que color serían. Me gustaba observar su cola enroscada en alguna planta mientras el resto de su cuerpo se movía siguiendo la dirección de la sal.

Tocarlos sólo era posible con la mirada, pero para mí era suficiente. Los vi tanto que aún tengo la sensación acuosa de vaivén en mi cabeza; aun sin recordar sus colores exactos, ni haberlos tocado nunca puedo recrear en mi mano la sensación de su textura; tan frágil como las alas de las libélulas.

Caballitos, ambos. Disímiles en volumen y quehacer; de mar y del diablo. El solo nombre me atemorizaba, "ten miedo del diablo" de algún lugar lo aprendí; y si aquellos gráciles insectos eran de su propiedad, miedo había que tenerles, pero el miedo, aderezado de curiosidad, incita la observación.

Los recuerdo color ladrillo, con alas que parecían vitrales diminutos y ojos enormes que eran capaces de ver más que los míos. Ágiles, de una rama a otra, tan rápidos que parecía que uno solo se multiplicaba al cambiar de lugar; contrarios a sus homónimos, exactos y veloces, se perdían a mis miradas.

A los ocho años conocí los caballos de silla, no recuerdo si la idea de montarlo fue mía o de los adultos del grupo, definitivamente no fue el mejor ejemplar ni la mejor experiencia. La abundancia de palmeras en aquella playa y el jamelgo a todo galope no fueron la vivencia más placentera, aun así no perdí la curiosidad por los caballos.

La última vez que me subí a uno me olvidé de mí y me dejé llevar como los caballitos de mar en el agua salada. A la mitad del viaje estuve a punto de terminar tirada en el suelo; aún ignoro si fue el caballo el que se arrepintió de tirarme o fui yo la que se retractó de caerse, sólo recuerdo haberme visto montada sobre el caballo y tirada en el suelo al mismo tiempo, multiplicada como los caballitos del diablo; sobre la silla y a las patas del caballo en un mismo instante...

Y todo, por recordar que me quieres más que a la sal.

jueves, septiembre 21, 2006

Donde los escalones terminan…

Donde las cubetas han cambiado de profesión y se han convertido en macetas. Ahí donde la intimidad de los vecinos se cuelga de alambres y las fronteras se delimitan por colores; donde la casa se despoja de muros y el cielo se ve desde todos los ángulos.

Ahí, a la altura en que mi abuela prohíbe los juegos y la luz se disuelve hasta uniformar el color de las siluetas, la hora cero le llamaba Arturo; cuando el azul se torna profundo y luminoso a la vez, mientras las nubes se manchan de gris sobre los contornos oscuros.

Negras y afiladas aparecen las primeras golondrinas dando un espectáculo exacto, vuelan incisivas reclamando su lugar en los alambres de luz que les han robado; perdieron su sitio, pero no sus recuerdos. Confundidas y sin refugio rectifican su vuelo en un torbellino alado que baila sobre nuestras cabezas.

Descubren nuestras memorias, mezclan tus recuerdos con los míos: los libros, el piano, los retablos, los canarios, la sirena en el vitral, el instrumental médico, los roperos, el dominó, los santos, las esferas, los membrillos tiernos, los cazos de cobre, el comal, las copas amarillas, la cafetera de cristal, las tazas azules, los jabones de flores, el alcohol alcanforado, los relojes, las llaves del ropero, las historias de la hacienda, el rompope, la primavera en la huerta.

Finalmente ellas encuentran un lugar en las cornisas, los tendederos y las antenas olvidadas; tú y yo sólo sobrevivimos en silencio al espectáculo de la nostalgia compartida.