Antes de llegar al noventa perdíla cuenta tres veces, del cien al quinientos me distraje en dos ocasiones y después del seiscientos confundí los seis con los siete; a pesar de todo, no desistí.
Ignoro si fue mi miedo a los temblores, mi imaginación exacerbada, mi ignorancia vial o simplemente el aburrimiento provocado por las horas de viaje en carretera, pero de niña me divertía imaginar que las rayas discontinuas y blanquecinas a mitad del pavimento eran la prueba irrefutable de que alguien más grande cuidaba de nosotros; alguien protector, como una madre,y grande, como los gigantes que aparecían en mis cuentos del librero. Aquellas líneas eran claramente el zurcido necesario para evitar que la carretera se abriera en canal y nos tragara, aquellas rayas merecían y exigían mi atención y mi tiempo para ser inventariadas.
Claro que había espacios en los que aquel trabajo estaba mejor elaborado y la puntada era seguida y no discontinua; recordaba las clases de costura en el taller de mi abuela y una línea seguida siempre indicaba que la puntada era más firme, llevaba más hilo y por ello quedaba reforzada, pero las puntadas continuas nunca me provocaron morbo, la contabilidad extrañamente pasaba del uno o dos y terminaba por aburrirme.
No me importaba si era norte, sur o centro, porque aquella labor podía efectuarse casi en cualquier pavimento, aunque en la ciudad solía encontrar otras distracciones que terminaban por robar mi atención, como los anuncios luminosos de División del Norte. Mi madre me decía que podía hacer cambiar el juego de las luces de un anuncio de la Corona tronando los dedos;lo intenté todas las veces que pasé por ahí pero el letrero tenía una preferencia marcada por las órdenes de mi madre.
Más grande escuché que mi abuela contaba las cosas iguales en forma o color así como yo contabilizaba las puntadas divinas en la carretera. Primero sentí emoción de que genéticamente aquella actividad hubiera llegado a mi cuerpecillo gracias a la maravilla del ADN, y justo cuando comenzaba a enorgullecerme de tener algo en común con la madre de mi madre, ella continúo el comentario y dijo: El doctor me dijo que eso lo hacen las personas que tienen algún desequilibrio mental. Entonces sentí que me caían encima todas las rayas blancas y figuras símiles que había contabilizado y acumulado exhaustivamente en el subconsciente; cayeron sobre mí acompañadas de un torrente de preposiciones; se mezclaron en formas, colores y texturasy me ha llevado años darles un nuevo orden.
Hoy sé que mi abuela mintió con aquella aseveración, detrás de todo no había un desequilibrio mental, ¡había un montón! Sin embargo, gracias a aquel derrumbe de divinas rayas blancas, azulejos, postes, letreros luminosos, foquitos navideños, vestidos estampados, fichas de dominó, vasos de colores, botones y cajas de hilos que se me atravesaron en el camino elaboré un catálogo con formas y figuras que me entretiene acomodar en los momentos de ocio. ¿Qué haría yo ahora, a mis casi veintisiete, sin mis desequilibrios heredados?
Ignoro si fue mi miedo a los temblores, mi imaginación exacerbada, mi ignorancia vial o simplemente el aburrimiento provocado por las horas de viaje en carretera, pero de niña me divertía imaginar que las rayas discontinuas y blanquecinas a mitad del pavimento eran la prueba irrefutable de que alguien más grande cuidaba de nosotros; alguien protector, como una madre,y grande, como los gigantes que aparecían en mis cuentos del librero. Aquellas líneas eran claramente el zurcido necesario para evitar que la carretera se abriera en canal y nos tragara, aquellas rayas merecían y exigían mi atención y mi tiempo para ser inventariadas.
Claro que había espacios en los que aquel trabajo estaba mejor elaborado y la puntada era seguida y no discontinua; recordaba las clases de costura en el taller de mi abuela y una línea seguida siempre indicaba que la puntada era más firme, llevaba más hilo y por ello quedaba reforzada, pero las puntadas continuas nunca me provocaron morbo, la contabilidad extrañamente pasaba del uno o dos y terminaba por aburrirme.
No me importaba si era norte, sur o centro, porque aquella labor podía efectuarse casi en cualquier pavimento, aunque en la ciudad solía encontrar otras distracciones que terminaban por robar mi atención, como los anuncios luminosos de División del Norte. Mi madre me decía que podía hacer cambiar el juego de las luces de un anuncio de la Corona tronando los dedos;lo intenté todas las veces que pasé por ahí pero el letrero tenía una preferencia marcada por las órdenes de mi madre.
Más grande escuché que mi abuela contaba las cosas iguales en forma o color así como yo contabilizaba las puntadas divinas en la carretera. Primero sentí emoción de que genéticamente aquella actividad hubiera llegado a mi cuerpecillo gracias a la maravilla del ADN, y justo cuando comenzaba a enorgullecerme de tener algo en común con la madre de mi madre, ella continúo el comentario y dijo: El doctor me dijo que eso lo hacen las personas que tienen algún desequilibrio mental. Entonces sentí que me caían encima todas las rayas blancas y figuras símiles que había contabilizado y acumulado exhaustivamente en el subconsciente; cayeron sobre mí acompañadas de un torrente de preposiciones; se mezclaron en formas, colores y texturasy me ha llevado años darles un nuevo orden.
Hoy sé que mi abuela mintió con aquella aseveración, detrás de todo no había un desequilibrio mental, ¡había un montón! Sin embargo, gracias a aquel derrumbe de divinas rayas blancas, azulejos, postes, letreros luminosos, foquitos navideños, vestidos estampados, fichas de dominó, vasos de colores, botones y cajas de hilos que se me atravesaron en el camino elaboré un catálogo con formas y figuras que me entretiene acomodar en los momentos de ocio. ¿Qué haría yo ahora, a mis casi veintisiete, sin mis desequilibrios heredados?
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