jueves, abril 13, 2006

Andrea

Debe de haber tenido menos de un mes cuando llegó a la casa; era una bolita de pelo color cobre y carácter fuerte que se dormía en las macetas. Cuando nos cambiamos de casa y adquirimos un patio fue seducida por un árbol de lima con el que vivió un idilio hasta la muerte del árbol; la sola palabra lima podía hacerla brincar de cualquier sillón directo a la mitad del patio donde descansaba la lima de sus desvelos.

Cuando la lima murió, Andrea dejó de comer cítricos pero no perdió su apasionamiento botánico y decidió transferir su arrebato a la palmera de la esquina del patio; pasaba horas con las patas delanteras sobre el tronco y la mirada hacía el cielo ladrándole a las hojas.

De los cinco perros de casa era la más ágil y la mejor para cazar pájaros, de todos fue la que más tiempo pasó conmigo, la que decidió dejar de ser mi hija para creer que era mi madre, me cuidaba el sueño y me lamía las tristezas. Hoy, después de quince años tuvimos que despedirnos y no puedo más que sentir una tristeza muy grande y un sueño profundo con olor a lima: te extraño Andrea.

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