lunes, agosto 07, 2006

Alguna vez en la vida...

Dilapidé tanto tiempo que hasta el reloj perdí, pero la vida compensa y hoy encontré un par de horas de medio uso en uno de los cierres del bolso nuevo. Por eso me gustan las bolsas con cierres y compartimientos; ahí una puede descubrir cualquier cosa cuando más hace falta.

Dos horas perfectas y necesarias para hacer el súper, ciento veinte minutos para derrochar entre los largos pasillos de víveres, ropa, enceres y cosas absolutamente innecesarias para la vida pero indispensables para el placer de comprar.

Siete mil doscientos segundos sin supervisión; sólo yo y el carrito de metal, ambos con hambre de todo, en especial de lo que no siempre se compra, lo que hace años no pensaba en escoger... Cinco pasillos dedicados a objetos lúdicos para niños de todas las edades; cajas de cartón y empaques plásticos cada vez más rebuscados, plastilina de colores, barbies de diez familias diferentes, superman en todas sus presentaciones, pelotas de todos los tamaños, patines, juegos de mesa, peluches que hablan, que cantan, que bailan, hasta teléfonos que enseñan modales; ¡Caray! Con lo difícil que me resulta tomar decisiones ante tanta oferta, no sé si me alegro o me entristezco de no haber tenido supermercados así en mi infancia.

Dos horas extra de vida para hacer el super, sí, una lo dice así aunque no sea correcto, pero así y sólo así es como sabe rico decirlo. Treinta minutos gastados en los cinco pasillos de juguetería; quiero todo, aun lo que nunca quise de niña, quiero un patín del diablo, una bicicleta con canasta, quiero la Barbie que patina, la que trae el perro, la de la casa, también quiero el carro del puerquito cabezón, las zapatillas de peluche, que hubiera odiado a los cinco años pero que ahora a mis veintisiete me seducen de tal forma que no me importa que no me quepa el pie dentro, quiero la estola, la corona, el cetro, las burbujas, quiero hasta la capa de superman que se mueve sola, quiero el comegalletas que habla, quiero el set para hacer plumas, el de lentejuela, el de cuentas de colores, el juego de química, el telescopio, el traje de blancanieves, no importa la edad, el genero del objeto, ni el precio; mi deseo es flexible y sin prejuicios, mi antojo exige todo...

Barbies, de sesenta, ochenta, cien, doscientos y hasta trescientos pesos; las más baratas con el único pudor de la ropa puesta, las más caras con el sonrojo de los excesos, todas ellas, únicas independientes, caras, bellas y solas, ¿y ellos? Las Barbies también necesitan ellos, o sí no como se casan y tienen Kellys y Skipers. Vaya, vaya, ellos están limitados a una esquina de la estantería, increíble y contrario al mundo real, aquí están en oferta, no tienen demanda, son de lo más barato y te puedes llevar a Marc en traje de gala por treinta y nueve pesos y en el mundo real una llega a sufrir por uno en ropa casual.

Después de los juguetes el universo del supermercado aún existe; una puede darse el lujo de perderse entre las texturas del shampoo o incluso llegar a disfrutar la picazón en la nariz por el exceso de detergentes, se pueden gastar varios minutos escogiendo el papel higiénico más suave, aromático o durable, se pueden adquirir las letras, las estrellas o las lágrimas en bolsitas separadas, también se puede seleccionar un arsenal de las cosas que no se comen a todas horas mezclado con productos despojados de todo y con sabor a nada; el carrito lo permite todo.

Cada carrito es un mundo, cada carrito delata las más oscuras perversiones de quien lo llena. Una sólo codicia los carritos vacíos, nadie sueña con un carrito lleno ¿Qué haría una con un carrito rebosante de satisfacción ajena? Qué hubiera hecho yo de no haberme dado cuenta que aquél carrito donde puse las fresas, los champiñones y las cebollas no era el mío, qué hubiera hecho yo si el señor no me hubiera dicho... oiga señorita ¿qué ese no es mi carrito?

Caramba señor si ya decía yo que mis deseos tenían más calorías, más lactosa y menos fibra...