Después de varios días en cama confirmo que tenderla no es una de las actividades en las que mejor me desenvuelvo, mucho menos es alguna de las que más me estimula, y aunque no tengo ningún empacho en reconocer que encuentro mucho más satisfactorio deshacer lo tendido, debo admitir que poner un juego de sábanas limpias en mi cama es un gusto parecido al que me provoca escribir o dibujar sobre una hoja de papel virgen.
Conozco gente que se jacta de ser el mejor para tender camas, personas que estiran tanto las sábanas, que con un juego de cama individual son capaces de tender una matrimonial; sádicos sujetos que gozan el extraño placer de doblar con exactitud las telas sobre las mantas y de sacudir con fuerza las almohadas para que al final, después de tanto golpe y tirón, terminen el ritual acariciando el colchón en busca de cualquier arruga que persista en la necedad de su existencia.
La excitación que me provoca deambular entre los pasillos de blancos ha alimentado mi creatividad desde niña; entre tantas telas de colores y texturas disímiles era fácil decorar mis inmuebles imaginarios. Hoy las fantasías de blancos han cambiado, pero la esencia sigue siendo la misma; cada sábana se convierte en una narración corporal que puede originarse bajo mis pies y terminar entre tus piernas trazando sueños y transcribiendo conversaciones que aún no existen.
Soy incapaz de dormir en una cama que tenga un olor ajeno, considero impropio escribir historias en lechos extraños y por supuesto me regocijo de reencontrarme con mi olor entre las sábanas antes de dormir. Durante veintiséis años mi cama sólo guardó el aroma de mis monólogos nocturnos, ahora las cosas han cambiado, ya no caben mis faltas de ortografía bajo tu espalda, ni mis errores de sintaxis entre tus brazos; aquellos monólogos incoherentes han encontrado una respuesta nocturna que los ha sublimado hasta la categoría de diálogos, diálogos en los que si bien permanece la locura también prevalece la correcta escritura.
Conozco gente que se jacta de ser el mejor para tender camas, personas que estiran tanto las sábanas, que con un juego de cama individual son capaces de tender una matrimonial; sádicos sujetos que gozan el extraño placer de doblar con exactitud las telas sobre las mantas y de sacudir con fuerza las almohadas para que al final, después de tanto golpe y tirón, terminen el ritual acariciando el colchón en busca de cualquier arruga que persista en la necedad de su existencia.
La excitación que me provoca deambular entre los pasillos de blancos ha alimentado mi creatividad desde niña; entre tantas telas de colores y texturas disímiles era fácil decorar mis inmuebles imaginarios. Hoy las fantasías de blancos han cambiado, pero la esencia sigue siendo la misma; cada sábana se convierte en una narración corporal que puede originarse bajo mis pies y terminar entre tus piernas trazando sueños y transcribiendo conversaciones que aún no existen.
Soy incapaz de dormir en una cama que tenga un olor ajeno, considero impropio escribir historias en lechos extraños y por supuesto me regocijo de reencontrarme con mi olor entre las sábanas antes de dormir. Durante veintiséis años mi cama sólo guardó el aroma de mis monólogos nocturnos, ahora las cosas han cambiado, ya no caben mis faltas de ortografía bajo tu espalda, ni mis errores de sintaxis entre tus brazos; aquellos monólogos incoherentes han encontrado una respuesta nocturna que los ha sublimado hasta la categoría de diálogos, diálogos en los que si bien permanece la locura también prevalece la correcta escritura.
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